Es habitual en los libros o las películas ver a los abogados como fríos mercenarios que llegan a la comisaría a sacar del calabozo al malvado delincuente que con tanto esfuerzo los agentes de la ley habían conseguido encerrar, convirtiéndose así en el obstáculo que la policía debe salvar para lograr que se haga justicia. Las pocas ocasiones en las que la labor del abogado se ve asociada con “el bueno” es cuando se trata de abogados que deciden defender únicamente a personas inocentes, siendo de nuevo los abogados contrarios presentados como hombres despiadados que defienden el mal.

Esta visión de la abogacía, un tanto infantil si me lo permiten, se ha trasladado a la opinión pública hasta el punto en el que cuando un abogado dice dedicarse al Derecho Penal la primera pregunta que se le viene a la cabeza al oyente es “¿cómo puedes defender a alguien sabiendo que es culpable?”.

Antes de seguir, hay que aclarar que sería inviable para un abogado defensor dedicarse en exclusiva a defender inocentes. En primer lugar porque el porcentaje de casos en los que una persona absolutamente inocente se encuentra en situación de necesitar sus servicios no es tan alto. En segundo lugar porque sería difícil, si no imposible, confiar ciegamente en que el cliente es de verdad inocente, ya que tristemente al abogado como al médico rara vez se le cuenta toda la verdad.

Pero continuando con el tema que nos ocupa, los abogados defensores cumplen una labor social vital. Su trabajo no solo es beneficioso para el defendido, sino para todas las personas inocentes. Dado que esto suena muy exagerado, intentaré explicar el porqué de esta afirmación.

En el momento en el que se detecta una posible infracción penal, el sistema pone todas sus herramientas a trabajar para la averiguación de los hechos. El problema viene con la obvia presunción de que el criminal no va a colaborar con los investigadores, lo que deviene en un enfrentamiento entre el presunto delincuente y el estado. Este enfrentamiento es, sin duda alguna, de una desproporción inmensa. El individuo se ve así acosado por todos los mecanismos del estado, que trata de imputarle un hecho que aún no sabemos si ha cometido.

La función del abogado no es ni más ni menos que equilibrar esa situación. No se trata de evitar que una persona vaya a prisión, sino defenderla de un poder que de otro modo sería implacable. Al final, el abogado de “los malos” se encarga de que «los buenos» se comporten como tales.

De esta forma, si después de proceso de investigación en el que el acusador tiene incluso la capacidad de limitar la inmensa mayoría de los derechos del investigado aún quedan dudas de su participación en los hechos, no debería resultar descabellado albergar una duda razonable suficiente para no correr el riesgo de condenar a un inocente.

Si, por otro lado, queda absolutamente acreditada su implicación en el delito, el abogado tratará de que no se imponga pena mayor de la que legalmente corresponde, por mucho que al grueso de la población le parezca insuficiente, ya que en la mesa de enfrente tendrá a otro individuo tratando de imponer la pena más alta posible.

De esta forma, el abogado se asegura de que su cliente, independientemente de su implicación en los hechos imputados, sea tratado conforme a la ley.

Lo que hace vital esta función es que no solo protege al cliente, sino a todos y cada uno de los ciudadanos. El hecho de que una persona pueda ser absuelta por un simple error en el procedimiento, aunque podamos estar prácticamente seguros de que es culpable, no es para proteger a esa persona, sino a todos los posibles inocentes que podrían ver sus derechos vulnerados por un sistema cuyo fin justifica cualquier medio. Del mismo modo, cada vez que se declara nula una prueba por haber sido obtenida de forma ilícita se está castigando al estado por haberse sobrepasado, por haber vulnerado derechos.

El abogado no es, por tanto, una balanza de impartir justicia. La balanza sería, en todo caso, el juez. El abogado es tan solo uno de los platos de esa balanza, tratando de equilibrar la posición frente al otro plato que, especialmente en este ámbito, tiene todo el peso a su favor. Así, la justicia nace como resultado final del enfrentamiento entre ambas partes.

Julián Martínez García

Abogado Laboratorio Jurídico