Hay algo que especialmente he echado en falta durante la pandemia, desde sus albores, pasando por su desarrollo y su gestión desde el poder y la comunidad científica para amortiguar su estela de muerte y destrucción. Y lo que he percibido, en su ausencia, se llama liderazgo. Probablemente vosotros también.

Es en los momentos de crisis cuando se pone a prueba el compromiso pero, sobre todo, la altura de las personas. Ahí se mide, en todas las dimensiones, su fuerza, su talento, su responsabilidad, su preparación para conducir el coche, para agarrar bien el timón de la nave y llevarla a puerto, para abrir el camino que pueden y deben seguir los demás.

Vamos hacia un tiempo con una nueva capa de ¿líderes? con poca preparación, con escasa experiencia… y en exceso ideologizados. ¿O no? Cuando se les exige actuar con decisión y rapidez, ¿aciertan? ¿están acreditados para la gestión del cambio? ¿se manejan en aguas desconocidas? ¿se mantienen en sintonía con las emociones de las personas?

Todos deberíamos saber, y movernos en consecuencia, que no hay margen para la negación dentro de una crisis. Precisamente el negacionismo ante las realidades más duras es la actitud perfecta para mantener esa realidad o, incluso, empeorarla hasta que nos devore. A la adversidad se la mira de cara, se traza un plan frente a ella y, siempre, siempre, se enciende la llama de la confianza. Es indispensable.

El líder nunca puede adoptar una mentalidad egoísta, menos cuando vienen mal dadas. El liderazgo debe traducirse, especialmente en esas horas, en proyectar seguridad sobre los demás.

Siempre hay una virtud que he valorado muy por encima de otras en apariencia más sofisticadas: la escucha activa; escuchar no es lo mismo que oír. Requiere esfuerzo, concentración, atención… empatía. Y es algo que, cuando se practica con autenticidad, ayuda a las personas a tener una sensación de movimiento en positivo, y por descontado cultiva la autoestima. ¿Empezamos por ahí para “liderar en tiempos revueltos”?

 

Fuente: javier-coterillo.es